El que lo prueba, nunca vuelve atrás: matemáticas

Es curioso cómo la condición humana está diseñada para adaptarnos y acomodarnos en cualquier ámbito de nuestras vidas. En casa el número de rituales y rutinas son casi infinitas. Nos levantamos del mismo lado de la cama. Nos quedamos mirando ensimismadamente las mismas zapatillas hasta que nos hacemos a la idea de que estamos despiertos y es hora de levantarse que, por cierto, casi siempre es la misma hora, siete y media en mi caso. Desayunamos, comemos y cenamos todos los meses a horas similares, por supuesto en el mismo lado de la mesa. Y qué decir de esa marca tan estilizada en el sofá «a lo Homer Simpson».

 

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Si estas manías y rutinas las trasladamos al trabajo, ocurre prácticamente lo mismo. Esto no sería muy preocupante si el trabajo consistiese en que los productos de una cinta estén simétricos, del mismo color, tamaño, peso y forma porque para eso me han contratado. El problema reside cuando el trabajo se realiza con personitas de un metro veinte de estatura (el más alto), que te miran con ojos que dicen que eres la persona más lista, inteligente y a la vez competente del «mundo mundial». Más bien de «su mundo mundial».
 

Competente

School

Qué palabra ésa: competente. Tan llena de contenidos, de libros de texto, del cuadernillo de ortografía uno, dos y tres, del de escritura y del libro de lectura eficaz, y con tres cuadernillos de más de mates, uno para el cálculo mental, otro de resolución de problemas y otro de refuerzo, por si acaso a estos niños les de por pensar. Y volvemos a esos vicios, rutinas y aprendizajes transmitidos de año en año a través de materiales endemoniados que nos condicionan, maniatan y transmiten, (eso sí), la cultura del «para mañana página veintiséis ejercicio siete… ¡Y el ocho también, que lo veo interesante!»
 
Afortunadamente, sobre todo para mí, existe otra manera de hacer, otra manera de transmitir, otra forma de trabajar con esas personas. Es más divertida, más eficaz, más competente. Hablo de las matemáticas activas. Y sí, también reconozco las reticencias de mis compañeros/as. Sin ni siquiera querer saber, esta otra manera de hacer entró en mi vida y en mi clase.
 
Asistí a conferencias. Recuerdo una en la que los ponentes eran José Antonio Fernández Bravo y Violeta Montreal. Me quedé impresionado por la visión que tenían de la docencia, distinta, interesante… Por primera vez tuve curiosidad y la respuesta a todas mis dudas la tuve en casa. La persona que me llevó a rastras a la conferencia y que llevaba tiempo hablándome de esta manera de «no dar clase». Fue ella (también maestra) la que me explicó, ayudó y me abrió los ojos.
 
Descubrí un mundo nuevo, una enseñanza basada en la manipulación tangible de las matemáticas. A partir de ahí solo fue cuestión de tiempo que mi clase se llenara de regletas, máquinas para sumar y restar, cajas registradoras hechas con cajas de zapatos… Cuanto más practicas más quieres. Juegos, concursos de cálculo mental, y ¡adiós al algoritmo tradicional! Desde ese momento, mis personitas dejaron de llevarse una. En cambio juegan, ven y manipulan con sus manos el resultado. La multiplicación ha pasado a ser la grúa, y la división, la araña peluda.
 
Veo a mis alumnos más felices, más listos, más inteligentes, más competentes. Es la primera vez en mi vida que cuando digo: ¡Venga, matemáticas! Los niños se alegran y gritan ¡Bieeeeeen! Que sensación compañeros, sólo por eso vale la pena el cambio, y lo aseguro. El que lo prueba, nunca más volverá atrás.
 
Enrique Mínguez
 

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